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Estatización - Wikipedia, la enciclopedia libre

Estatización

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Estatalización o estatización, transformación de una empresa o unidad económica privada en una publica. También se le denomina nacionalización de los medios de producción.

Tabla de contenidos

[editar] Orígenes históricos de la estatización

[editar] Antecedentes: la Edad Moderna

Cuando en los siglos XVI y XVII se consolidaron los primeros Estados modernos, surgieron problemas nuevos: ahora era obligado tener en cuenta los intereses no ya de Castilla, Borgoña, Amsterdam o Southampton, sino de España, Francia, las Provincias Unidas o Inglaterra. En el campo económico, la forma que tomó la expresión de esos intereses nacionales fue -como se sabe- el "sistema" y la política mercantilistas: la crisis económica del siglo XVII se presentó como una falta de dinero, que da el exceso de mala moneda: el origen de todos los problemas nacionales parecía ser la penuria de numerario, aunque sólo hubiera sido por antífrasis de la abundancia de oro y plata en la rica, próspera y poderosa España del siglo XVI. Se dictaron leyes que prohibían la salida de metales preciosos y para conseguir una balanza favorable de comercio con la exportación. Se trataba, pues, de importar sólo materias primas y exportar productos manufacturados; y, para conseguirlo, hacía falta una intervención del Estado.

Con la decadencia de España (corroída por las guerras y el parasitismo estatal, colonial, prebendal y paniaguado), el primer país en desarrollarse fue Holanda, siguiendo vías económicas bastante liberales ante litteram. Sin embargo, el comercio marítimo estaba también allí regulado desde su base a través de las Compañías correspondientes, con monopolio para las Indias, control recíproco -dentro de ellas- del Estado y de las Cámaras de Comerciantes y una minuciosa reglamentación. Creado en 1609, el Banco de Amsterdam ya era entonces público (municipal).

La economía inglesa de la época -la segunda que se desarrolló- fue mixta. El comercio marítimo era libre en general, pero estaba reglamentado con los países lejanos o de difícil acceso. Las compañías comerciales "reguladas" tenían monopolio, y señalados los precios mínimos y las cantidades máximas ofrecidas. En la industria, los mismos privilegios y reglamentaciones fueron desapareciendo con la Revolución y después de la Restauración. Aun así, el comercio con las Indias siguió siendo muy inferior al holandés.

En Francia, la estructura económica y social -más atrasada que la holandesa y la inglesa- hizo necesaria una mayor intervención del Estado. Antes del reinado de Luis XIV había ya algunas decenas de manufacturas reales; con Colbert pasaron a varios centenares aquellas en las que el Estado es fabricante y comerciante; importaba también ganado selecto y desarrolló los cultivos industriales. La Administración inspeccionaba, estimulaba, redujo la fiscalidad, subvencionaba (ya entonces se baja el tipo legal de interés), privilegiaba, concedía monopolios y hasta promovía las industrias privadas y creaba públicas -de las cuales era a menudo el único cliente de peso, como en el caso del hierro. Se reglamentó el consumo con las leyes suntuarias, el comercio interior con múltiples regulaciones, que en la industria señalaban calidades, pesos, longitud y anchura de los productos; se proporcionó mano de obra a las manufacturas con las leyes de pobres y ociosos y de aprendizaje. Como en los otros países, también se reguló el comercio exterior. Algunos productos manufacturados franceses -la seda- adquierieron fama y fueron exportados con éxito grande a Italia, España, Alemania, Medio Oriente e Indias. Con todo ello, el crecimiento industrial y comercial francés era entonces muy inferior al de los Países Bajos y Gran Bretaña.

A siglos de distancia, la historia se repite. En el siglo XVIII, y con resultados variables, en grandes naciones europeas que han acumulado un fuerte retraso económico: Rusia y España; en el siglo XIX y en el siglo XX en Alemania, Japón, Rusia, Italia, España; después en China, en algunos países latinoamericanos, en otros árabes, en la India, en Irán.

El desarrollo del capitalismo -con más o menos muletas del Estado según los naciones, como hemos visto rápidamente, y con o sin revoluciones- acabó esta fase de reglamentación, intervención e incluso empresa estatal. Por un lado se hizo innecesaria y por otro -como enseñaron la experiencia histórica y los clásicos de la Economía- se convirtió en la principal traba para el crecimiento.

[editar] El origen contemporáneo de la intervención estatal: siglo XIX

En la segunda mitad del siglo XIX, la intervención del Estado confirma la tesis anterior: crisis económica general, por un lado; y peso determinante del Estado en la economía de los países que habían llegado con retraso -pero habían llegado- a la industrialización. Así como Inglaterra proporciona el modelo "medio" moderno, Italia es el contemporáneo: en una primera etapa se formó una base industrial (1896-1914), y en la segunda se llegó a una economía dominantemente industrial (1920-1940).

El aparato productivo y el consiguiente mercado creados con la revolución industrial requirieron, en todas las naciones con un cierto grado de desarrollo capitalista, obras públicas -canales, carreteras y ferrocarriles, luego presas-, medios de comunicación -postas, correos, después telégrafos- y una instrucción pública que son el primer campo de intervención y, según los países, de creación de empresas estatales desde la primera mitad del siglo XIX; con los consiguientes aumentos de la parte del producto expropiada con los impuestos -todo lo cual no desbordaba la doctrina clásica. El caso más general fue que el Estado contribuyera en los costes y garantizara las inversiones privadas y su rendi-miento -lo que dio lugar a bonitos escándalos como los de Panamá, la Pennsylvania, la implicación de la Corona en las especulaciones con tierras para el trazado y construcción de las vías férreas, la Cana-diense. Al mismo tiempo, para el progreso de la industria y el comercio era indispensable que continuara el proceso de abolición de barreras internas y reglamentaciones, y así se produjo según el grado de desarrollo de los países: en la misma España de los años 1940-1960 desaparecieron los obstáculos -en forma de tasas- para la circulación interior de mercancías, mientras aumentaban el peso y la intervención del Estado en la producción y el consumo de la riqueza nacional.

Desde 1815, en esos países de industria incipiente se hizo imposible competir a corto y medio plazo contra la productividad inglesa sin la protección aduanera y la ayuda estatal. Esto ya salía de la doctrina clásica -que naturalmente siguió dominando en Inglaterra- y produjo la intervencionista -que lógicamente se desarrolló en el Continente. No obstante, y como hemos dicho, la actuación económica del Estado se limitó en general a las obras y servicios públicos, además de la protección frente a la competencia exterior, a proporcionar grandes contratos a empresarios privados, conseguirles fondos en los mercados de capitales a bajos tipos de interés y a estimular la inversión extranjera. Con variantes y desfases temporales, estos son los casos de Francia, Canadá, Australia, Alemania, Italia, España, Rusia desde 1890 hasta la revolución, Japón desde la restauración Meiji de 1868.

Con la experiencia de la crisis de 1873, la de 1892 inauguró o desarrolló la ayuda y la protección a los sectores deprimidos temporalmente o ya en vías de extinción, así como la legislación fabril (higiene, horarios de trabajo), los seguros sociales, la asistencia a los pobres. Pero, salvo las intervenciones mencionadas, el mercado fue el regulador fundamental y más extendido, y no puede hablarse de economías mixtas ni de capitalismo estatal hasta la Gran Guerra.

[editar] Desarrollo de la intervención estatal: los años veintes

La subversión de las ideas económicas clásicas y de las llamadas neoclásicas es resultado de la Gran Depresión de los años treintas de este siglo; mas el terreno estaba preparado y mostraba antes que se había llegado al final de una etapa. En los países más desarrollados, el dominio del capitalismo había minado las estructuras económico-sociales tradicionales y provocado -desde 1848 y más desde 1871 con la Comuna- el surgir de movimientos de resistencia proletarios, que se intensificaron a finales de siglo y se convirtieron en huelgas revolucionarias desde 1905 en Inglaterra, Francia e Italia. La Gran Guerra añadió la organización de la economía por el Estado, acabó con aquellas estructuras e hizo que la revolución rusa tuviera un fuerte eco en la clase obrera occidental: hubo huelgas y motines desde España hasta Alemania, donde se transformaron en conato de revolución en 1920.

Los Gobiernos, al tiempo que reprimían la agitación social, intentaban paliarla interviniendo en el mercado de la fuerza de trabajo y alterando la distribución del producto que resulta de él. Tras la Gran Guerra, en Francia se implantaron la jornada de ocho horas y los convenios colectivos; en Bélgica también la jornada de ocho horas, el impuesto progresivo sobre las sucesiones y la renta; en Inglaterra los delegados sindicales de fábrica y el seguro obligatorio de paro. Y los impuestos sobre el capital en muchos países y la inflación de posguerra desorganizaron los mercados financieros. En Rusia el atraso era excesivo para atacarlo con medidas semejantes y, con la revolución, acabó imponiéndose el capitalismo de Estado que actuaría en lo sucesivo -empezando por Alemania y Austria-Hungría- como espejismo para los obreros de los países adelantados.

La aparente expansión de los años veintes oculta que la Gran Guerra no sólo había sacudido la estructura social. No es solamente el ejemplo ruso: la economía de guerra y las medidas socializantes tomadas por las circunstancias parecían mostrar que la libertad económica ya no es necesaria, y cuando llegue la crisis se reclamará la intervención del Estado como única vía de salvación. Entre tanto, no todo era prosperidad: Europa sufría las destrucciones de la guerra, tuvo dificultades para salir de la crisis agrícola, de la inflación y del desorden monetario, y hasta 1925 no alcanzó los niveles de producción de 1913.

Las dificultades llevaron a la intervención estatal en un terreno ya habitual: las barreras aduaneras que frenan el intercambio y favorecen la aparición y el desarrollo de industrias que, arropadas contra la concurrencia internacional, trabajan en condiciones artificiales poco rentables o con pérdidas y absorben así parte del producto de las otras. Hay un indicio seguro de crisis larvada en Europa: a pesar del considerable aumento de las exportaciones americanas, el volumen total del comercio mundial de manufacturas -que se había triplicado de 1870 a 1913- permaneció casi estacionario.

Pero en los prósperos años veintes hay un síntoma más grave de crisis: el desempleo crónico que se manifestó en Estados Unidos desde 1920 (1.400.000 desocupados) y que se extendió a Europa. En 1921-1922 la tasa de desempleo en Inglaterra pasó bruscamente al 15%, y durante la década el número de desocupados no bajó nunca del millón; en Alemania osciló entre el 14,7% en 1924 y el 13,6% en 1929, con un máximo del 18,3% (2 millones de desocupados) en 1926. Por primera vez, el desempleo se convierte en una carga insoportable para los presupuestos estatales y muy pesada en el conjunto de la economía.

Así va aumentando -durante el "capitalismo salvaje" de los veintes- la intervención económica del Estado: las tarifas aduaneras y la regulación de precios, que desempeñaron un papel capital en la época; las subvenciones a la agricultura -en crisis permanente- y a la industria; la reglamentación del mercado laboral y financiero; la industrialización masiva con el aumento de las concentraciones urbanas y la consiguiente legislación; los subsidios de desempleo; la imposición más extendida y complicada. Todo ello hizo, además, que el simple mantenimiento de la maquinaria estatal absorbiera una parte cada vez mayor del producto.

[editar] Estatalización de la economía: de la Gran Depresión a las privatizaciones

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La crisis de 1929 fue más violenta, profunda y general que las anteriores; produjo la dislocación generalizada del sistema y ruinas gigantescas, tanto que el capitalismo -como la Sicilia del Gattopardo- sólo pudo sobrevivir transformándose. Al contrario que las precedentes, estalló en una fase de paro y de disminución de precios, de semiestancamiento de la agricultura y del comercio internacional; y, al ser el sector capitalista dominante en la economía de los grandes países industriales, afectó tanto la agricultura y los servicios cuanto la industria, los países coloniales y semicoloniales como los desarrollados.

No obstante, la crisis fue más fuerte donde más dominaba el sistema capitalista: la contracción de la producción industrial de 1929 a 1932 fue del 38%, y las pérdidas se concentraron en los países más industrializados: un 90% del total mundial en los nueve países que generaban el 80% de la producción industrial -Estados Unidos, Alemania, Inglaterra, Francia, Bélgica, Holanda, Suiza, Austria y Canadá- y más de la mitad sólo en Estados Unidos. La disminución de la producción agrícola fue menos general y uniforme; hay sobre todo crisis violenta de precios, retroceso del poder de compra de los agricultores, fuerte endeudamiento e imposibilidad de pagar los créditos.

La magnitud del paro, que la recuperación de la actividad económica -desde 1933- no lograba reabsorber, el cierre o la crisis de empresas, sobre todo de las que empleaban decenas de miles de obreros, la disminución de salarios y precios, la situación crítica de los agricultores, las dificultades de pagos internacionales, el desastre bancario y la crisis financiera hicieron necesaria -en medida y modo muy diferentes que durante las crisis anteriores- la intervención del Estado, pedida por las mismas empresas. No solamente, pues, con las medidas generales tradicionales: fiscalidad, tarifas aduaneras y contingentes, obras públicas, devaluaciones, leyes sociales; sino también -en todos los países, y más en los autárquicos como Alemania e Italia- salvamento de empresas, legislación que favorecía la concentración y los acuerdos sobre precios y limitación de la oferta, dirección de la producción en algunos sectores, estatalizaciones, creación de empresas y servicios públicos. Ni así se consiguió suprimir o alcanzar niveles tolerables de paro y, con la evolución de la situación política internacional, a partir de 1936 en todos los países desarrollados los gastos estatales en armamento superan a los otros; y aquellos que -como Alemania e Italia- más esfuerzos hicieron en este campo tuvieron un mayor crecimiento de la actividad económica general.

Todos los gobiernos utilizaron los fondos públicos y la legislación para subvencionar la producción con pérdidas y, al contrario, para favorecer la destrucción de productos que abarrotaban el mercado. En 1932 se creó en Estados Unidos la Reconstruction Finance Corporation, que prestaba directamente a los bancos, compañías de seguros y cajas de crédito agrícola; y el Emergency Banking Act autorizó al Tesoro a nombrar un administrador en los bancos con dificultades. El Estado adquirió acciones privilegiadas de los bancos y creó instituciones de crédito público: los Federal Land Banks (agricultura), Home Loan Banks (vivienda), la Federal Farm Mortage Corporation (créditos hipotecarios), el Export-Import Bank. La Tennessee Valley Authority, creada entonces, no es sólo una inmensa empresa estatal de obras públicas, sino también de desarrollo de una enorme región; en 1933-1934, el 60% del presupuesto del Estado se dedicó a obras públicas y construcción de viviendas (todavía en 1937, el 72,5% de la construcción en Alemania estaba a cargo del Estado). La Agricultural Administration subvencionó el sacrificio de reses y la reducción de las superficies dedicadas a algunos cultivos.

En Francia se nacionalizaron la Banca de Francia y algunas fábricas de material bélico, el Estado compraba todo el alcohol vínico, daba subvenciones a los agricultores para almacenar el trigo e indemnizaciones para arrancar viñas; llegó a acuerdos con productores privados reservándoles parte de las operaciones de venta; se asoció al capital privado en empresas mixtas, algunas de las cuales eran estatales de hecho aunque no confesas: la Compagnie National du Rhône (1933), la Société Nationale des Chemins de Fer (1937, 51% de capital público), la Compagnie Française des Pétroles, etc.
La invasión en el sector crediticio fue aun mayor: crecimiento de los adelantos del Estado a las Caisses de Crédit Agricole, a las Banques Populaires, al Crédit Artisanal, al Crédit National Hôtelier, a la Banque Nationale du Commerce Extérieur, al Crédit Maritime; se creó la Caisse Nationale des Marchés, que facilitaba créditos a los titulares de contratos públicos; el Service des Chèques Postaux se convirtió en un gigantesco banco de transferencias; la Caisse des Dépôts et Consignations es a la vez aseguradora, banquero y sociedad de capitalización.

En la Italia fascista el Estado se convirtió desde 1935 en el mayor empleador del país. El Tesoro abrió una línea de crédito especial a la Società Finanziaria Industriale Italiana, que sacó a flote los dos mayores bancos de negocios del país; se crearon el Istituto per la Ricostruzione Industriale y el Istituto Mobiliare Italiano, con la función de emitir obligaciones garantizadas por el Estado para liquidar empresas en quiebra y para sostener las que parecían salvables.

En la Alemania nazi, el más estrecho control estatal de la economía hizo innecesario el desarrollo de un sector público importante, e incluso las actividades más rentables y la banca fueron reprivatizadas entre 1936 y 1937. El 93% de las empresas estatales era servicios públicos (correos y telecomunicaciones, ferrocarriles, distribución de agua, gas y electricidad); el resto estaba formado por la sociedad minera Hibernia (propiedad del Estado prusiano antes de 1914), las Hermann Göring Werke (que agrupaban las empresas mineras y metalúrgicas poco rentables) y la Vereinigte Industrieunternehmung (propietaria de las participaciones estatales en empresas privadas, principalmente eléctricas, de aluminio y mecánicas).

En Bélgica el Estado hubo de salvar dos importantes bancos. En Inglaterra se crearon empresas mixtas: la London Passengers Transport Board, la BBC; se nacionalizaron los transportes aéreos -la BOAC- y los de Londres. Y en todos los países, especialmente en los totalitarios, se desarrollaron mucho la intervención y reglamentación estatales de la economía, que llegan a sus extremos en el comercio exterior y en el impulso para la concentración de empresas. En términos generales, el dirigismo y las modificaciones estructurales que trajo en la economía de los países desarrollados -fundamentalmente la estatalización de la producción y la distribución- fueron menores en las naciones ricas de reservas financieras (en 1937, Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Suiza, Suecia, Argentina, Bélgica y Holanda tenían el 92% de las existencias mundiales de oro, mientras que Alemania, Italia y Japón sólo el 5%), materias primas y zonas de expansión comercial.

Aunque estos términos generales no basten para explicar los caracteres específicos de los casos particulares -como hemos visto con Alemania- ni mucho menos el de Rusia, que no era un país desarrollado, marcan una tendencia -la que dio lugar a la teoría keynesiana- que naturalmente no se desmintió con la economía de guerra (1940-1945) ni con las necesidades de reconstrucción de la posguerra. Acabada ésta, lo notable es que la tendencia al crecimiento del sector público se mantuvo, y se entró en una fase de desarrollo económico en que la norma -lo normal- parece ser la planificación "indicativa", puesta de moda por Francia, y que el Estado se apodere cada vez más de la economía: el total de la producción absorbida por el sector público en los países de la OCDE, que ya era un tercio en los primeros años setentas (33,9% en 1974), pasó a casi la mitad desde 1975 (45,3% en 1985). Antes parecía también que el gran aumento de la producción daba para todos los despilfarros y arbitrariedades distributivas de la Administración, y cuando en los años setentas llegó la crisis -cuya definitiva supresión por el capitalismo "organizado" cantaron los economistas- los gobernantes siguieron actuando como amos y la sociedad creyendo que las políticas antidepresivas -subvenciones y demanda estatal financiadas con déficit público- podrían arreglarlo todo. Eso, y el capitalismo de Estado, es lo que reflejan las teorías sraffianas, y a ello se debió su pequeña y limitada boga.

Sin embargo, una economía en crisis no puede permitirse tales exacciones en buena medida improductivas ni la ineficiencia propia del Estado como patrón general. Lo mostraron la persistencia del paro y del estancamiento de la producción, así como la irreductibilidad del déficit público. Para el total de los siete países más desarrollados, los déficits no llegaban al 1% del Producto Nacional hasta 1974 (0,8%), pero ya no bajaronn del 2% más que en 1979 (1,7%) y sobrepasaron el 4% en cuatro ocasiones hasta 1985: es decir, desde 1975 (4,3%) se cuadriplican brusca y aproximadamente. De todo ello -de todo el Gasto Público- sólo se dedica a inversiones entre el 12% (1974) y el 7,5% por ciento (1985): dejando aparte la problemática productividad de las inversiones públicas, el resto -entre el 88% y 92,5%- es despilfarro. Con un aparato productivo así cada vez más mermado y con unos tipos de interés muy altos, el resultado de tanto gasto parásito no fue una recuperación keynesiana sino -como previó tempranamente Hayek- la inflación: un hundimiento por vía monetaria (de creación deficitaria de dinero) de la producción y el empleo, es decir, la ecuación del endeudamiento público.

Además del débito de las empresas por la crisis y por los altos tipos de interés producto de la concurrencia de las Administraciones -comunitarias, estatatales, sindicales, regionales, locales o municipales- en el mercado de capitales, además del entrampamiento de unos consumidores acostumbrados a vivir en parte de transferencias -cuánto más necesitados por la crisis-, prebendas y empleos públicos, un tal endeudamiento del Estado se hizo simplemente insostenible sin seguir por el camino emprendido de expropiar una parte cada vez mayor de la producción y de los capitales productivos, es decir: sin comerse enteramente la gallina. Ése -y no sólo la bancarrota de la Administración- es el límite que se estaba tocando cuando la duración de la crisis y del paro ha obligado a los gobernantes a prestar atención a la supervivencia del animal que los alimenta gratis.

Así empieza, pues, con la peripecia de la última crisis general, la tendencia a devolver al aparato productivo actividades que se le habían ido expropiando (que es la privatización en sentido estricto), para que tenga más y las gestione con la eficiencia empresarial, pero también la preocupación por substraer una cantidad más tolerable de recursos productivos en forma de impuestos y deuda pública. Sin embargo, no es tanto que las economías industriales desarrolladas no puedan funcionar sin la iniciativa y el interés privados, como en efecto sucede todavía; es sobre todo que -con el modo de producir actual- no es posible dirigir centralmente, ni en todo ni en parte, economías tan complejas y sólo el mercado puede actuar como regulador automático.

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